Los habitantes de las alcantarillas de La Rambla no suelen cruzar la Diagonal. Con cada cual en su lugar parece resultar más aceptable la miseria. Pero como todas las grandes ciudades, Barcelona tiene prostitución. La ha tenido siempre y el barrio chino nunca ha sido una congregación mariana. Siempre ha habido prostitutas, proxenetas, tráfico de drogas, robos, trapicheos y pisos insalubres. Mucha miseria, que ha producido buena literatura y muchos inconvenientes y poco glamour a los que conviven con ella.
Imágenes como las que publicaba este periódico el martes de prostitutas trabajando en los arcos de la Boqueria y la plaza de la Gardunya se podrían captar en otras ciudades pretendidamente ricas y civilizadas.
¿Qué es entonces lo que nos escandaliza? Enfrentarnos con la miseria.
Desaparecida la Barcelona de la posguerra y el franquismo, los barceloneses hemos asistido al prodigio de la nueva transformación de la ciudad, que con el impulso olímpico recuperó el litoral, creó nuevos barrios, ordenó el tráfico y colonizó la montaña de Montjuïc. Pero de eso hace ya muchos años. El éxito internacional de la ciudad es indiscutible y miles de turistas visitan e impulsan económicamente una ciudad con imagen de liberal. El paso del Tour, la visita de Batman y el impulso publicitario de Vicky, Cristina, Barcelona son éxitos de marca, pero no son suficiente para mejorar la vida de los barceloneses, que ven cómo languidece el proyecto político de los últimos 30 años.
Para los ciudadanos a los que repugna encontrarse con el negocio del sexo en plena calle no es aceptable que el Ayuntamiento asuma su impotencia sin más y que las administraciones se declaren incompetentes traspasándose responsabilidades sobre inmigración, seguridad ciudadana o decoro público.
Sin hipocresía se debe afrontar la cuestión y optar entre ilegalizar la prostitución, considerarla un delito y luchar contra ella como en Suecia o gestionarla como en Alemania u Holanda, donde es legal para las residentes comunitarias. Entenderla como una forma de explotación por abolir o como una ocupación que debe ser regulada aunque no sea deseable. Algo así como gestionar los deseos o afrontar la realidad por poco que nos guste. Las multas a los infractores que prevén las ordenanzas se han demostrado inútiles y pasar la pelota y responsabilizar a Interior no es una opción aceptable si el PSC pretende conservar el activo político de gobernar Barcelona.
La ciudad tiene que decidir qué quiere ser en el siglo XXI. De momento, la imagen de modernidad olímpica va virando hacia el botellón y la juerga para las hordas del low cost. Si en algún momento hubo heroína barata, ahora es barato el alcohol y la prostitución y si no se ataja también tendremos una ciudad barata. Hace tiempo que a Barcelona le falta modelo y empuje.
La última gran operación urbanística, el Fórum, fue un fracaso comunicativo y un éxito urbanístico a medias. El cambio de La Mina y el Fórum ha sido radical, pero queda mucho por hacer más allá de superar que una zona de lujo huela mal y esté infrautilizado un desierto de cemento.
Tras la operación Clos, la audaz idea de hacer ministro a un alcalde con mala imagen y que comprometía el futuro del PSC en la capital, llegó un alcalde simpático, en minoría, sin política comunicativa y que no lidera. Hereu y su equipo languidecen como si les pesaran los años de gobierno que han hecho pasar al PSC del 45% de los votos de 1999 al 30% de 2007. Según las encuestas, los socialistas pierden terreno electoral a pesar de no tener delante a un líder carismático pero sí a un político serio y que trabaja desde la oposición, favoreciendo acuerdos como el de la recalificación del Miniestadi.
Éste es un ayuntamiento de medidas a medias. Un debate sobre la Diagonal poco vivo, una instalación de espacios Wi-Fi de juguete y una gratuidad de los museos los domingos por la tarde, que se replantea poco después de empezar. El PSC tiene un problema serio en Barcelona, que va más allá del gobierno de la principal ciudad de Cataluña. Tiene mucho que ver con el proyecto político de izquierdas. Michel Rocard, cuando era primer ministro de Mitterrand hace dos décadas, advirtió de que Francia no podía acoger toda la miseria del mundo. El nuevo siglo reclama urgentemente a la izquierda nuevos planteamientos sobre viejos temas como la seguridad, la inmigración y el crecimiento económico. La OPA de Sarkozy a los socialistas franceses y la inanidad intelectual de sus respuestas, agravada por las rencillas, debería dar que pensar a sus vecinos.
ESTHER VERA
El País
jueves, 3 de septiembre de 2009
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